En la tarde del 21 de abril de 1990, recibía, en mi piso familiar de estudiante en Granada, la llamada telefónica más brutal de mi vida: me comunicaban que mi único hermano, año y medio más joven que yo, acababa de fallecer; moría a los 21 años, en Andújar.
Detrás de su inesperado deceso, se encontraba un espíritu rebelde y audaz, un chico noble y trabajador, fuerte, de atractiva personalidad, pero también una adicción que ese fatídico día colisionó, presuntamente, con los principios activos de una medicación terapéutica que por entonces se prescribía en algunos centros públicos de drogodependencias, durante el tratamiento de deshabituación a la heroína.
Para la nota que apareció en prensa provincial, para conocidos y menos conocidos, fue una triste muerte más, por “sobredosis”. Sin más. Para qué entrar en detalles. Al fin y al cabo, las muertes de drogadictos -infame palabra- estaban al orden del día, y la responsabilidad, a ojos de parte de la sociedad de aquella época, era exclusivamente del finado.
Renunciando al impulso e inercia natural, -no sin esfuerzo, por no contrariar a quienes no me animaban a ello-, a investigar los detalles de lo ocurrido, que no fue ni inevitable ni previsible, e ir así más allá del infortunio, decidí -decidimos mi madre y yo- que sería mejor mirar hacia adelante y prestar ayuda, acompañar, a otras familias que estuvieran en situaciones de convivencia con la drogodependencia.
Y la Asociación Andújar contra la Droga, fue el activo y sanador espacio comunitario donde recalamos. Mujeres; madres, hermanas, esposas, bravas, brillantes, locuaces y serviciales, agitadoras y afectivas. Peleonas. Paquita, Loli, Carmen, Dolores, Mercedes, Rosario, Lola, Charo, Alicia y Lucía, mi madre. Pocos hombres. El protagonismo, la fuerza, la solidaridad, las ganas de ayudar les pertenecían a ellas.
Han pasado casi 35 años de aquel primer encuentro, la Asociación duró casi veinte años más, a pleno rendimiento; cambiaron caras, se profesionalizó, creció en repercusión y proyección. Y ellas, la mayoría, seguían allí. Evidentemente, ya acusaban el paso del tiempo; que aparte de envejecernos, nos apaga paulatinamente por la fuerza del cambio de los hábitos del nuevo entorno generacional que nos rodea.
La veterana Asociación Andújar Contra la Droga no escapó a ese destino, no sin antes hacer un más que positivo balance de los objetivos cumplidos.
Es cierto, en la primera década de este siglo los cambios en los patrones de ocio y de consumo en parte de la población juvenil, afectó a la percepción y a la relación que estos mantenían con el uso de drogas legales e ilegales, y con el riesgo de adicciones.
Los datos epidémicos recientes de consumo de drogas ilegales con problemas de dependencia se centran, por orden de consumo, en el cannabis, la cocaína y las drogas sintéticas; en 2017, casi 47.000 personas fueron admitidas en centros públicos para ser tratados por conflictos de adicción con esas sustancias psicoactivas. Las urgencias hospitalarias por drogas (43% por cocaína) no dejan de incrementarse año tras año. Son cifras importantes. Y tristes.
Si a este ambiguo panorama incorporamos otras adicciones comportamentales que, aupadas por las redes sociales y las nuevas tecnologías, son consideradas socialmente, también, “menores”, como el consumo compulsivo de porno, el juego patológico y la adicción a los videojuegos, resulta que la vulnerabilidad de nuestros jóvenes se multiplica y la problemática se hace multidimensional.
No soy especialista en el abordaje de las adicciones, aunque las hubiera sufrido en carnes cercanas, pero percibo que, como integrantes de esta sociedad moderna bien informada, no estamos corrigiendo la inquietante expansión, discreta y terca, de esta peligrosa burbuja de “la pérdida de respeto a las drogas, al alcohol, y los usos obsesivos de las nuevas tecnologías”.
No soy especialista en prevención de adicciones, pero no me parece descabellado estudiar la despenalización o legalización, según los casos, de determinadas drogas. A la vista está que algo falla, cuando llegan a cualquier punto y el precio no disuade.
Y quizás sería preferible invertir parte del dinero destinado a la lucha contra el narcotráfico -la oferta-, en programas formativos y educativos juveniles, en ocio alternativo sostenible, en propuestas recreativas saludables, en talleres de cooperación y solidaridad, en dinamización social y cultural, es decir, en formación activa en valores y alternativas vitales, dirigidos al joven destinatario -la demanda-.
No soy especialista en sociología, pero, en definitiva, es necesario y urgente recuperar la alta sensibilización social contra las drogas de hace 35 años: una nueva generación de jóvenes está a la vuelta de la esquina.